Autopsia literaria de la depresión de aquella persona que conocimos una vez

La mayoría de las cosas que tienen alguna clase de impacto en nuestra vida aparecen sin apenas darnos tiempo a percatarnos de cómo se van estableciendo en nuestro interior, haciéndose hueco entre nuestras entrañas, arrancándonos pedacitos para caber mejor. Se acoplan a nosotros, tan perfectamente, que para cuando te das cuenta ya no eres capaz de desencajarlos de ahí. Sentimientos, personas, preocupaciones obsesivas… En mi caso, ellos lo llamaron Distimia, pero a mí me gusta más definirlo como ‘parásitos emocionales’, no en vano te van “chupando la sangre”, y el alma, hasta dejarte seco.

Mi parásito no sé en qué momento llegó, lo que es seguro es que hace más de dos años. De vez en cuando me ha dado algún pequeño respiro temporal, pero ningún parásito emocional se va para siempre sin dejar, cuando menos, los vestigios del destrozo. Sigue cada día carcomiéndome desde lo más profundo de mi interior, y no puedo decir que me haya acostumbrado. La indiferencia general e incapacidad por sentir placer que se ha ido asentando en mí, al ritmo de mi parásito, ha logrado su gran excepción con éste, como el rey que ordena arrasar con todo en una inminente guerra salvaje y sangrienta a partes iguales, siendo conocedor, sin embargo, de la seguridad garantizada que sus siervos le brindan. Y en esta guerra tengo todas las de perder. No tengo fuerzas ni tengo ganas, no tengo esperanza, no tengo ilusión, ni siquiera tengo ya miedo, pero tampoco quiero enfrentarme a la realidad. La indecisión vuelve a convertirse en la constante que dictamina mi inminente fracaso, y sé de sobra que es una actitud muy lamentable, sé de sobra que me gustaría cambiarla y que la culpa es solo mía. En mi interior una voz luminosa grita que luchemos por última vez y el parásito la manda callar gritando más fuerte, no me deja escuchar nada. No quiero pelear pero tampoco ver cómo me derrotan, así que simplemente huyo.

Corro lo más rápido que me permiten mis piernas, tan rápido que siento que ya no toco el suelo, y no me detengo hasta que llego a una playa. La arena blanca está perfectamente lisa, como si nadie la hubiese pisado aún; el sonido de las olas y la brisa me acogen en un cálido abrazo y me dejo mecer. Sé que he dejado atrás una enorme batalla que ahora mismo debe estar acabando conmigo, si acaso no lo ha hecho ya, pero si cierro los ojos y me tapo los oídos sé que no dolerá casi nada. Me siento lentamente sobre la arena, supongo por su calidez que debe haber estado expuesta al sol a pesar de las nubes que ahora encapotan el cielo, me abrazo las piernas y, con los ojos cerrados y la sonrisa ancha de no querer entender nada, espero paciente la llegada del caos.

 

Paloma G. Pérez-Gorostiaga